Reino Unido parece estar dando inicio a una nueva etapa, en su prolífica historia de vida, y cuyas memorias a ser develadas en las próximas décadas -a modo de puesta en escena-, podrían dar crónica del resurgimiento, o deterioro, de una sociedad cuyo posicionamiento global ha sido insigne en cada rincón del planeta.
Como primera escena, tendríamos la selección de Elizabeth Truss como primer ministro. Una figura del dirigente partido conservador (Tory) quien se convierte en el cuarto mandatario que su país ha tenido, en un periodo de ocho años, y cuyos predecesores culminaron anticipadamente sus mandatos por razones que parten del triunfo del Brexit (2016), hasta señalamientos de conductas inapropiadas y la violación de normas de distanciamiento (dentro de la sede de gobierno) durante la pandemia del Covid-19.
Segunda escena, el fallecimiento de una figura, como lo es la Reina Isabel II, quien por setenta años fue el andamiaje adhesivo de una sociedad que, con mínimas fracturas, ha sido capaz de resistir una dolorosa etapa de escasez (al final de la Segunda Guerra Mundial), el advenimiento de una insólita desigualdad social (producto de una agresiva recuperación económica, bajo el liderazgo de Margaret Thatcher), una accidentada transición de unidad a rivalidad con los miembros de la Unión Europea, una contracción hacia el interior de su territorio (con la aprobación del Brexit), y finalmente, una crisis sanitaria y económica que, en el presente, proyectan a Reino Unido hacia una severa recesión.
Reino Unido, involuntariamente, protagoniza una puesta en escena (aún sin conclusión escrita) cuya analogía bien podría corresponder a la representación gráfica de una función matemática cuya presente posición, o punto de inflexión, puede dar continuidad a una trayectoria de resurgimiento o, en el peor de los casos, a otra cuya concavidad proyecte su destino cuesta abajo. El fallecimiento de la Reina Isabel II ha recrudecido un escenario que, con inmediata antelación, ya resultaba ser sumamente complicado.
Primera escena, el triunfo de Liz Truss.
En estos momentos, Reino Unido se encuentra en la antesala de una severa recesión económica (la cual ha sido pronosticada para el último cuarto de este año); no ha podido controlar una inflación del 10.1% (que resulta ser la más grave entre las principales economías del mundo); posee una tasa de interés cuyo reciente incremento ha sido el más agresivo en los últimos 27 años; se encuentra en medio de una serie de huelgas y boicots (convocadas por los trabajadores de servicios vitales como: trenes, puertos marítimos, servicio postal y recolección de basura), y parece que puede agravarse una pugna que sostiene con la Unión Europea, por un conjunto de normas regulatorias que obstaculizan sus relaciones comerciales con Irlanda del Norte.
Dar solución a este cúmulo de desafíos será responsabilidad de Liz Truss. La nueva primer ministro quien, en la primera semana de septiembre, logró el respaldo de un muy mellado partido conservador, el cual por siete años se ha mostrado desesperado por apaciguar una crisis política, y ahora económica, que ha puesto en jaque la estabilidad interna de su país y compromete su posición estratégica global.
Múltiples son los puntos que han sido mencionados dentro de la estrategia política de Liz Truss. No obstante, es su visión económica la que atrae nuestra atención (en este espacio), ya que esta será la que otorgue soporte, y dé viabilidad, a todo un proyecto en su conjunto. Truss, desde que dio inicio su campaña, ha establecido como eje de su política económica una serie de recortes fiscales a la riqueza empresarial.
La lógica sobre la que se sustenta esta estrategia puede resumirse de la siguiente manera: recortar los impuestos a la riqueza viene acompañado de un efecto derrama que fluye hacia toda la economía. Al eliminar el gravamen de los ingresos derivados de dividendos y ganancias de capital, las empresas tienen la capacidad de dirigir esas ganancias a una mayor inversión, contratación de más trabajadores y con ello una mayor difusión del crédito bancario. Lo anterior promueve un efecto multiplicador que se traduce en una potencial expansión de la economía.
Sin embargo, más allá de ciertas bondades teóricas y de resultados aceptables durante las administraciones de Ronald Reagan y Margaret Thatcher (en la década de 1980) -de quienes la nueva primer ministro se ha declarado admiradora-, el efecto derrama (o goteo) “trickle-down” -cuando logra funcionar- ha demostrado tener efectos nocivos en lo que corresponde a los niveles de bienestar. Cuando Margaret Thatcher llegó al poder en 1979 el índice de pobreza en su país era del 13%, al finalizar su gestión la pobreza ascendió al 22%.
Por otro lado, el éxito numérico de la economía de Ronald Reagan se acompañó de un incremento en la deuda pública; la cual, en el presente, resulta inviable para un Reino Unido adentrado en una recesión.
Todo parece indicar que el programa económico de Liz Truss será el principal componente de su mandato a ser periódicamente fiscalizado.
Segunda escena, el fallecimiento de la reina.
Muchos han sido los argumentos que, por años, han alimentado diversas discusiones públicas sobre la necesidad de continuar subvencionando la existencia de casas reales, en un mundo donde los recursos son cada vez más escasos y las necesidades mayúsculas. Una discusión que no ha sido ajena para la Casa Real Británica, desde que la Reina Isabel II ascendió al trono en el año de 1953. Una corona que en lo sucesivo fue reduciendo su poderío colonial a lo largo y ancho del planeta y, con la propagación de la televisión, pasó a ser víctima de una serie de indagaciones públicas, en donde las glorias y desgracias familiares generarían una insólita cultura de culto.
Desde el inicio de su reinado, Isabel II estuvo marcada por una serie de acontecimientos que complicaron la posición de la Corona británica. Su suntuosa unión matrimonial con el Príncipe Felipe en 1947 (flanqueada por una economía vapuleada por la Segunda Guerra Mundial) así como el inicio de una sucesiva cadena de escándalos familiares, en el que se verían involucrados prácticamente todos los miembros de su familia (iniciando por su hermana Margarita y su esposo Felipe), otorgaron a la reina la necesidad de adoptar un temperamento cuyo reflejo al exterior estuviera exento de toda mancha. Hecho, que prácticamente logró con gran éxito.
El fallecimiento de la Reina Isabel lI representa la pérdida de la única figura de la Casa Real británica que ha tenido la capacidad de neutralizar, o desviar, las corrientes reformistas que han aparecido en los últimos años. Una figura cuya admiración evoca su temprana participación como coronel honorario de la Guardia de Granaderos (a los dieciséis años), su mensaje público de aliento a los niños -que como ella fueron evacuados de las principales ciudades durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial (a los catorce años)-, y su labor como oficial en funciones (de la corona) a los dieciocho años. Una joven figura, que se dotó tempranamente de una gran admiración y una imagen de temple y sobriedad.
La figura de la Corona británica, con sus complicaciones, se ha mantenido vigente gracias a una Reina Isabel que pudo elevar y fortalecer un legado de grandeza; que ahora las nuevas generaciones buscan renovar. Será, una vez más una crisis económica, política y social, el escenario para renovar los votos con una corona que por setenta años fue una sólida ancla de estabilidad. Lo anterior, lo sabe el Rey Carlos III, el primer ministro, Liz Truss y cada ciudadano del Reino Unido. Preservar las funciones estrictamente ceremoniales de una monarquía constitucional, y su consentimiento público, representará su principal desafío.
Clímax, se ha perdido más que a una reina.
Reino Unido se encuentra posicionado en un punto de inflexión. La trayectoria subsiguiente responderá a la forma en que los británicos y su clase política puedan resolver el doble desafío que hoy los confronta.
Por un lado, se encuentra una nueva primer ministro cuyo posicionamiento económico, en plena crisis, ha anunciado privilegiar el recorte fiscal y oponerse a una necesaria redistribución del ingreso (en medio de una aparatosa inflación y paros laborales). Hay que agregar, una confrontación con la Unión Europea por sus relaciones comerciales con Irlanda del Norte que, de continuar su curso, seguramente mellará la histórica posición de Reino Unido como un poderoso interlocutor entre Estados Unidos y Europa.
En segundo término, se encuentra el fallecimiento de la Reina Isabel II. Una figura simbólica que supo apaciguar, con algunos descalabros, a unos ciudadanos de a pie, cada vez más desencantados con su clase política (y una opulenta familia real). Retomar su liderazgo en la etapa post-Brexit, acallar los escándalos al interior del gobernante partido conservador, contribuir con el cierre de una guerra en Ucrania y salir de una recesión (ya en curso) requerirán a Reino Unido, además de un necesario talento político, de un nuevo monarca que sepa preservar la sólida figura que su madre construyó a lo largo de setenta años.
Reino Unido está de luto. Un luto que puede durar más de lo que sus dolientes, el día de hoy, tienen contemplado.
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