Mi primera foto en el Congreso del Estado me la tomé hace unos años, a la usanza de los turistas cuando visitan un lugar especial: medio a escondidas –“¿me irán a regañar?”-, medio a las prisas, medio asombrado, medio presumido –“miren dónde ando”-.
Había venido al Palacio Legislativo acompañando –la neta, chofereando- a mi papá, que gestionaba beneficios para nuestro municipio, Hueyapan de Ocampo, donde él era Tesorero del Ayuntamiento.
Me gusta pensar que la buena energía de venir aquel día con mi papá sirvió para que, poco tiempo después, regresara como Diputado Local electo. Mi relación con este imponente edificio, donde el pueblo me prestó una oficina –que ya no tardo en dejar-, siempre estará impregnada de la memoria del buen augurio de aquel día con mi papá.
Podría llenar páginas enteras de la huella que mi padre ha dejado en mí. Podría dedicar muchísimas columnas a contar anécdotas y expresar mi admiración, agradecimiento y amor por este hombre que, junto a mi madre y mis hermanos, me enseñó a vivir.
No sé cuánto de lo que soy ahora, más p’allá que p’acá de la mediana edad, se lo debo a la poderosa influencia de Juan Jona. A sus enseñanzas y a su ejemplo. A sus regalos de Día de Reyes conseguidos con esfuerzo. A sus regaños y a uno que otro correctivo físico –les prometo que eran muy merecidos-, de esos que ahora están prohibidos pero que a mis hermanos y a mí nos hizo entrar en cintura y ser buenas gentes.
Tampoco estoy seguro de cuál de todos sus legados es el más importante.
Por ejemplo, tengo claro que soy americanista por él, que nos llevaba de chamacos a mis hermanos y a mí al Estado Azteca, cuando vivíamos en el antiguo Distrito Federal. En mucho de mi actual pasión por el América reverberan los recuerdos inconscientes de aquellos días felices y emocionantes de nuestras idas en metro al estadio.
Y muy arriba de todo eso: mi cariño por la tierra natal, mi conciencia de clase –ubicado en que soy pueblo y nunca sintiéndome algo que no soy-, mi compromiso con la familia y los amigos de la infancia, mi lealtad a las ideas y las convicciones, mi solidaridad con el que pasa un revés o un mal rato.
Desde luego, ahora que yo mismo tengo la fortuna de ser padre, entiendo lo difícil que es esta privilegiada misión.
En mi etapa actual de vida, ya dije, más p’allá que p’acá de la mediana edad, Juan Jona sigue dándome lecciones.
Hoy mi padre afronta con fortaleza el quebranto de la mayor pérdida imaginable. Y “afrontar” no es “superar”, porque eso seguramente no podrá superarlo nunca. Lo enfrenta con valor, siendo uno de los pilares –junto a mi mamá- de la familia, cumpliendo su deber con el pueblo.
Hoy amo a mi padre, Juan Jona, más que nunca. Hoy quiero, más que nunca, parecerme un poquito a él.
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