La educación y el acceso a la cultura son derechos fundamentales de los ciudadanos. Una y otra conforman la cosmovisión de una persona, la perspectiva que tiene de su lugar en el mundo, su responsabilidad social, y sus horizontes de progreso y de vida.
Sin embargo, los rezagos estructurales a superar por las naciones para garantizar que la totalidad de las personas estén en posibilidad de contar con servicios educativos y acceso a la cultura son numerosas. Ante esta condición, los gobiernos —por medio de políticas públicas y otras estrategias como las que derivan de la fiscalización superior— han tenido que resolver y prever escenarios diversos, como el caso de la educación superior en el que se profundiza la cobertura, absorción y egreso escolar.
En regiones como América Latina, los indicadores de educación y acceso a la cultura están correlacionados con las proyecciones de desarrollo y el sostenimiento de temas sociales. En el caso de la educación superior, pese a que entre 2015 y 2020 una cantidad aproximada de 17 millones de estudiantes se integraron a la educación superior, la expansión se presentó de forma desigual. Por ejemplo, en el sector rural aumentó de manera marginal entre 2015 y 2020.
La relevancia de la educación y el acceso a la cultura, los gobiernos de América Latina han buscado de revertir la situación, apostando por mayor inversión en ambos rubros.
Los beneficios son variados, aunque los más importantes están vinculados con la formación propia de la persona. Como lo escribió Juan José Arreola en su Confabulario (de quien, por cierto, se celebra hoy su natalicio), “la exposición a conocer que hay más cosas en el mundo, incluso más allá del propio contexto individual”. Eso permite la educación y las políticas para garantizar el acceso a la cultura. Son una apuesta reivindicatoria del humanismo en favor de la construcción de la persona para resolver mejor los problemas colectivos a los que se enfrentan nuestras sociedades.
En este contexto, el 22 de septiembre se celebra un aniversario más de la inauguración de la Universidad Nacional de México (1910), y con ello el recordatorio de uno de los principales proyectos educativos y culturales de México. La fecha es un buen aliciente para reflexionar acerca de cómo lograr que los espacios educativos y culturales estén al alcance de cada vez más personas. El caso de la UNAM es especialmente interesante porque desde su modelo de Universidad Nacioanl a lo largo de su vida institucional se ha colocado como un motor de desarrollo, formadora de profesionales capaces e íntegros, seres humanos y ciudadanos comprometidos con su entorno, como pocas instituciones educativas del continente.
Ahora bien, las grandes metas a las que aportan las instituciones de educación superior, deben estar acompañadas por la participación de la sociedad y del resto de las instituciones del Estado. Es decir, su objetivo requiere de la colaboración y participación de múltiples actores. Justo ahí, destaca el rol de las organizaciones públicas dedicadas a los procesos de rendición de cuentas —como el caso de la Auditoría Superior de la Federación— que aportar con evidencia a través de sus resultados valor y beneficio a la mejora permanente de los procesos y servicios finales para una mejor educación y acceso a la cultura.
En ese sentido se desarrolló el pasado 10 de septiembre la capacitación de la ASF a funcionarios de la Asociación Mexicana de órganos de Control y Vigilancia en Instituciones de Educación Superior A.C., en la que se expuso el tema de “Fiscalización Superior a Instituciones de Educación Superior”. Reiteradamente se destacó que la aportación de la educación superior requiere protegerse. Y en ese marco, las actividades de fiscalización son fundamentales para lograr ese propósito.
brunodavidpau@yahoo.com.mx
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