Cuando las tormentas llegan a nuestra vida, muchas veces lo hacen en los momentos menos esperados. Nos azotan con tal fuerza que casi logran derribarnos, y en ocasiones lo logran. Muchas veces no vemos salida. Nos parece que no podremos salir de ellas y sentimos que las fuerzas nos abandonan.
Hay situaciones y tormentas que no podemos evitar y que están fuera de nuestro alcance. Una de esas situaciones inesperadas es definitivamente la pérdida de un ser amado.
Cuando venimos al mundo sabemos el día y el año exacto de nuestra llegada, sin embargo, no es posible saber con certeza el día que hemos de partir dejando esta tierra. Eso es algo que solamente le pertenece a Dios, quien conoce el fin de nuestros días.
La separación de un ser amado no es nada fácil de sobrellevar. Muchas veces, aun cuando esa persona esté viviendo una difícil situación de sufrimiento y dolor, nos aferramos a ella y no la queremos soltar.
Los sentimos tan nuestros que nos cuesta trabajo entender que todos vinimos a este mundo a cumplir un tiempo y un propósito, el cual una vez realizado, debemos regresar al Padre.
Cuántas veces nos ha tocado ver a una hija o hijo partir y hemos dicho: “tenía toda una vida por delante”. Por supuesto que para los padres que lo hemos experimentado es un dolor que no se puede describir. ¡Cuántos jóvenes en plena flor de su edad también han partido!
Verdaderamente nos duele en el alma ver que esto suceda y nos cuesta entender que cada persona nace con sus días contados y que en todo hay un propósito divino.
Es Dios quien nos da la vida y Él sabe en qué momento esta llegará a su fin. Cuando un ser querido está pasando por alguna situación de salud grave, la ciencia y la medicina que tenemos disponible ponen su mejor esfuerzo para salvar su vida.
Sin embargo, llegará el momento cuando humanamente ya no se pueda hacer nada y lo que menos deseamos ocurrirá.
Es siempre un momento difícil. La vida se extingue y es cuando los que nos quedamos experimentamos profunda tristeza y dolor.
El llanto es inevitable y el duelo de la partida comenzará con la negación. No queremos aceptar el hecho de que nuestro ser amado ya no estará con nosotros.
Nuestro corazón se siente lacerado y ni las más hermosas frases o palabras serán suficientes para sanar la herida. Solo hay una manera de levantarse de un dolor como este, y es aferrándonos a Dios. Él será siempre nuestro amparo y fortaleza.
Dios irá restaurando las heridas, por muy profundas que sean. Él con su bálsamo divino nos dará consuelo y nos sanará. Así llegará el día en que el dolor será transformado en bellos recuerdos. Los nuestros que se van nunca pasaran al olvido. vivirán eternamente mientras estén presentes en nuestra memoria.
Abramos el arcón de recuerdos que ha quedado lleno y saquemos algo de él cada día. Así, la tristeza se tornará en memoria de gratitud por sus vidas.
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