El caso de Sayula de Alemán es una radiografía perfecta del nepotismo que aún persiste en la política local, pese al discurso de transformación. La alcaldesa Lorena Sánchez Vargas logró imponer como candidata a su tía, Mirna Adriana Rufino Martínez, y a su hermano, Eduardo Sánchez Vargas, como síndico. Todo esto, presuntamente, con el aval del dirigente estatal de Morena, Esteban Ramírez Zepeta, a quien una exaspirante encaró públicamente con una frase lapidaria: "le llegaron al precio".
No se trata de una acusación menor. Morena, como partido en el poder, ha hecho de la lucha contra el amiguismo y el influyentismo una bandera. Claudia Sheinbaum y Luisa María Alcalde han reiterado que no debe haber candidaturas para familiares de alcaldes en funciones. Pero Sayula parece ser la excepción disfrazada de regla, donde las decisiones no las toma la militancia, sino los lazos de sangre.
El reclamo de Modesta Clemente, grabado en video y ampliamente difundido, no solo puso en evidencia a Ramírez Zepeta, sino que destapó una red de poder que busca perpetuarse a costa de la legitimidad del partido. Mientras Morena cierra los ojos, en Sayula se cocina una herencia política que no tiene nada de transformación y mucho de lo que la gente ya no quiere.
Si Morena permite que Sayula se convierta en el modelo a seguir, corre el riesgo de repetir los peores vicios del pasado. No basta con discursos contra el nepotismo si, en los hechos, se tolera y se protege. El partido está a tiempo de corregir, pero cada día que pasa sin respuestas claras, la desconfianza crece. Y en política, la desconfianza se paga en las urnas.
Alejandro Moreno, líder nacional del PRI, aseguró en su visita a Xalapa que varios de sus candidatos han recibido amenazas para bajarse de la contienda, y que por miedo a represalias no presentan denuncias. Las declaraciones son graves, porque confirman un fenómeno que ya se ha documentado en otros procesos electorales: el uso de la violencia para inhibir la participación política. Pero también dejan una duda flotando en el aire: ¿habla Alito de un problema real o está tratando de justificar la debilidad de su partido en el estado?
El PRI llega a esta elección en Veracruz con estructuras fracturadas, escasos cuadros competitivos y sin posibilidades reales de ganar más allá de algunos municipios. Ante ese panorama, posicionar la narrativa de que sus candidatas y candidatos no pueden hacer campaña por amenazas podría ser una forma de victimización política. Un recurso para explicar de antemano resultados adversos, sin asumir que también hay responsabilidad en la falta de trabajo de base.
Eso no significa que las amenazas no existan. Sería ingenuo negarlo en un país donde hacer campaña en ciertos territorios es un acto de valentía. Pero tampoco podemos dejar de observar cómo el discurso del miedo puede convertirse en una herramienta útil para reposicionar a un partido venido a menos. Alito Moreno habla de varios casos, pero se niega a decir cuántos ni en dónde, lo que impide evaluar la dimensión real del problema.
En cualquier escenario, lo que sí es cierto es que la violencia —real o amplificada— ya forma parte de la campaña. Y mientras las autoridades estatales insisten en que hay condiciones para la elección, los partidos optan por no denunciar, por cálculo o por miedo. La democracia se enfrenta así a un nuevo enemigo: no solo el crimen, sino la desconfianza en las instituciones y el oportunismo político que distorsiona los hechos en nombre de la competencia.
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