Pocas eran las personas que habían escuchado salir una sola palabra de la boca de Anastasio. Se podría decir que “Coyote”, su perro Pastor Belga, sumando las órdenes secas, siempre las mismas, que le recitaba en el día, era el ser con el que había entablado mayor comunicación desde aquél fatídico día. Cuando la agotadora faena les permitía recostarse un momento, Coyote, negro como la oscuridad del bosque, se tumbaba al lado de su amo, muy pegado. Cualquiera que los viera podría jurar que Coyote era su propia sombra.
Machucando con sus botas a cada paso los deshilachados jeans, caminaba a paso medio por el sendero empedrado que conducía a Río Frío, Ixtapaluca, la parte más alta de la serranía que divide el Valle de México y el Valle de Puebla-Tlaxcala. El sol de las dos de la tarde de esa primavera de 1890 era asfixiante, pero no lo suficiente como para que Anastasio se despojara de la larga gabardina de piel oscura que arrastraba por la polvareda.
Los pocos pueblerinos que transitaban por la zona con sus mulas de carga, intimidados bajaban la mirada ante el extraño hombre de negro ya que las bandas de asaltantes de Río Frío que sorprendían a los viajeros eran famosas por no tener la menor misericordia. Anastasio sólo dejaba ver sus ojos de lince debajo del rostro curtido por jornadas de Sol y la espesa barba. El cabello entrecano, le caía a la altura de los hombros.
Una ráfaga de viento agitó su capa al tiempo que Coyote ladró para llamar su atención. Anastasio se detuvo al borde del camino para descubrir que, en el frondoso bosque de coníferas, el cuerpo sin vida de un hombre se mecía cadencioso, colgado de un inmenso tronco. Su cara desencajada, mostraba terror y odio.
Coyote, leal y presto a batirse en cualquier momento con los demonios del pasado, lo escoltó mientras se alejaban del lugar por el sendero que conducía al pueblo. Caminaron cerca de cuarenta y cinco minutos antes de llegar al solitario lugar. Al verlos, una señora cargó a sus dos críos, esfumándose de inmediato de su vista. Sin embargo, un hombre salió a su encuentro y le increpó:
–Escúcheme, amigo. Lo que busca no está aquí. Este no es un buen sitio para usted. Si quiere un consejo, yo daría la vuelta y me largaría por donde llegué.
La glacial mirada de Anastasio pasó por encima de él sin detenerse; tampoco emitió ni una palabra, simplemente prosiguió su paso hasta llegar a la tienda del pueblo. Compró suficiente alimento, un par de botellas de aguardiente, y al día siguiente se marchó.
Al llegar al mismo punto donde se encontraba el ahorcado, Coyote aulló de nuevo. Anastasio se acercó muy lentamente para observar que había un hombre colgado, sólo que se trataba de otro individuo. Observó su rostro un momento para luego internarse cuarenta metros bosque adentro, un punto en el que podían ver lo que pasaba en el lugar de los ahorcados, sin ser descubiertos.
Al amanecer, un par de hombres llegaron en una carreta. El que sujetaba las riendas del caballo, era sumamente corpulento y peludo, su espalda figuraba la de un oso grizzly; el compañero, un pelado más bien chaparro, descendió llevando consigo una botella de ron y en la otra mano su revolver. Quitó una cobija de la carreta para dejar descubierto a un desgraciado que imploraba con los ojos por su vida, ya que estaba amordazado y atado de pies y manos. Oso lo cargó y lo condujo a donde estaba el ahorcado del día anterior. Ahora es tu turno, le dijo escupiendo a su lado. De un certero zarpazo con su puñal, cortó la soga de la que colgaba el ahorcado y lo fueron a arrojar a una fosa común que tenían previamente preparada. Después subieron a la nueva víctima y sin ningún miramiento, lo colgaron.
Mientras eso sucedía Anastasio observaba la escena desde su refugio apuntando en todo momento con su escopeta. Los dos hombres se marcharon y Anastasio aprovechó para acercarse a la víctima. Quizá hubiera cabido la posibilidad de que lo salvara porque el tipo aún luchaba por su vida, pero lo único que hizo fue girar su cuerpo recargando la escopeta en la barbilla del hombre para verle de frente a los ojos. Sin la menor expresión, acarició a Coyote y volvieron a su refugio.
El rito se repitió religiosamente los tres meses siguientes. No faltó una sola semana en que no hubiera un hombre colgado. Finalmente, cuando las primeras heladas empezaban a calar en la serranía, Oso y el Chaparro, al colgar a una nueva víctima, sintieron tras de sí los pasos de Anastasio.
Anastasio cargaba su escopeta, más al topárselos de frente ni siquiera los miró. Solamente camino hacía el nuevo ahorcado para verle el rostro.
–Es el último, patrón. –Susurró Oso con la cabeza gacha.
– ¿Cómo puedes estar seguros? –Respondió sin perder de vista el cuerpo que oscilaba perpendicularmente del árbol.
–Ya peinamos el pueblo por completo. Este pelado es el último que queda de la banda de los rateros de Río Frío.
Empujado por los tragos de ron, el Chaparro completó titubeante las palabras que Oso no se atrevió a pronunciar: –…Dicen las malas lenguas, que es el mismísimo jijo… que mató a su familia.
Anastasio escondió el rostro debajo del sombrero mientras el Chaparro terminaba la frase.
–Estamos seguros, patroncito, eso “mesmo” dicen todos en la cantina.
– ¿Y no dejaron ningún rastro?
–Ninguno, patrón, –respondió el Chaparro ya más dueño de la situación, incluso en su interior se burlaba de que Oso, siendo toda una bestia, le hablara con tanto temor, jaja, ¡ni que fuera pa’ tanto!
–Bien, muy bien. Todos los malnacidos rateros de Río Frío muertos… y sin ningún rastro, eso es lo mejor. –Arguyó Anastasio.
Acto seguido, los observó por primera vez desde que llegaron. Su gélida mirada los congeló más aún que el vaho del amanecer. Levantó la escopeta y mató a ambos.
–Ningún rastro, –se repitió así mismo haciendo gala de la frase más larga de los últimos meses–, eso es lo mejor.
Coyote aulló mientras ambos se retiraban por el sendero para nunca volver. La larga gabardina negra se arrastraba por la tierra.
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